La cabeza de Dick
Autor: Uriel
Cuando desapareció la cabeza de Philip K. Dick en algún lugar sobre Sierra Nevada, yo me dirigía a una conferencia en Boston.
David Hanson me llamó una semana más tarde. El tono de su voz, de una cadencia extremadamente pausada, mecánica, la misma que usaba durante sus conferencias, terriblemente serena y aburrida, me convenció de que la llamada era importante. Sólo empleaba ese tono cuando estaba realmente desesperado.
–He perdido la cabeza, Michael –afirmó hastiado.
–Eso ya lo sabía desde hace tiempo.
–No. Me refiero a la cabeza de Philip K. Dick. Ha desaparecido en el vuelo entre Las Vegas y San Francisco.
–Puede que siga en la estación, en la sección de objetos perdidos.
–Allí no está. Lo extraño es que la encontraron. Los oficiales de America West me aseguraron que estaba guardada en una caja de seguridad y que me la enviarían en el próximo vuelo a San Francisco. La metieron en el Avión, pero cuando aterrizó ya no estaba. Había desaparecido.
La conversación no se prolongó mucho más. David estaba convencido de que había sido robada, probablemente por un cargador de equipajes sin escrúpulos, o tal vez el sistema de seguridad del aeropuerto había llamado al escuadrón antibombas imaginándose lo peor.
La cuestión es que ya la daba por perdida.
Antes de colgar me dijo, medio en serio, medio en broma, que si descubría qué había pasado con ella me invitaba a una cena. Me reí muchísimo con la ocurrencia pero, tras colgar, algo me dijo que valía la pena indagar un poco.
Tomé el tren a New York (odio los aviones), al día siguiente, con la sana intención de compartir el pavo de navidad con mis padres, mis dos preciosas hijas y la arpía de mi exmujer, y me llevé una grata sorpresa cuando fue mi tío Paul quién me abrió la puerta.
Debo puntualizar que mi tío ejerce como piloto en la America West desde hace unos treinta años, y es terriblemente cotilla.
Después de besar a mi madre y a mi tía, abrazar a mis dos hijas e ignorar descaradamente a Joanna, me senté en el antiguo sillón de mi padre y le comenté a Paul el extraño incidente.
Mi padre se unió a nosotros más tarde, alcanzando a escuchar el final de mi exposición. Me palmeó la cabeza con cariño, revolviéndome el pelo, y no dejó e hacerlo hasta que le cedí su preciado sillón. Luego se preparó una copa y nos miró interrogantes.
–¿Quién ha perdido la cabeza? –preguntó mientras se acomodaba.
–Un amigo mío. Bueno. Él no perdió la cabeza. Es escultor-robotisista y perdió su última creación. Una cabeza mecánica con el rostro de un conocido escritor de ciencia ficción.
–Ya conocía la historia –dijo Paul–. Y es más extraña de lo que jamás hayáis imaginado –el ligero temblor de su voz nos desconcertó; la sonrisa triunfante, infantil, nos puso los pelos de punta; el brillo en sus ojos nos dejó expectantes. Mi tío estaba a punto de revelarnos lo que él consideraba el mayor cotilleo de su vida –. La cabeza desapareció en dicho vuelo. No se perdió, ni fue robada, simplemente de-sa-pa-re-ció.
–¿Quieres decir que se esfumó en el aire? –pregunté– ¿Cómo por arte de magia?
–No tengo ni idea de cómo ocurrió. Lo único que sé es que durante el vuelo sufrieron unas turbulencias que el piloto describió como los zarandeos más extraños que jamás había experimentado. El cielo estaba despejado, los instrumentos de navegación funcionaban perfectamente, pero una vez restablecida la estabilidad nada parecía funcionar bien. Era como si el avión hubiese dado marcha atrás unos cinco kilómetros.
–Los instrumentos fallarían –aseguró mi padre, que no tenía ni idea de aviación pero sabía fingir increíblemente bien.
–Eso mismo pensó el piloto, pero algo le convenció de que los instrumentos funcionaban perfectamente.
–¿El qué? –pregunté ansioso.
Mi tío aprovechó el clímax para servirse una copa con toda la calma del mundo, alzarla lentamente, muy lentamente, y apenas mojar los labios. Estaba disfrutando como un enano.
–Su propia estela –dijo al fin.
–Pero un avión no puede dar marcha atrás –aseguró mi padre–, es físicamente imposible.
–O muy improbable –puntualizó mi tío–. El caso es que, ya en el aeropuerto, varios pasajeros denunciaron la desaparición de algunos objetos personales, todos de naturaleza metálica. La oficina de objetos perdidos se saturó en pocos minutos mientras los encargados, totalmente estupefactos, atendían a una veintena de personas indignadas por la falta de profesionalidad de la compañía.
»Aún a día de hoy nadie sabe qué sucedió exactamente durante aquel vuelo.
–Háblame un poco de esa cabeza, hijo –pidió mi padre con aquella mirada de curiosidad interesada que siempre empleaba cuando alguna idea descabellada le rondaba por la cabeza.
–Es una cabeza, papá, cubierta con un polímero plástico que le da forma humana.
–Un polímero que podría degradarse con el tiempo.
–No lo sé. Supongo que en condiciones extremas podría degradarse, sí.
–¿De qué está hecha? –insistió.
–Creo recordar que David me dijo que había empleado una aleación de cobre y estaño. La verdad, no estoy seguro. ¿En qué estás pensando?
–Sí, Frank –intervino mi tío–. Qué se te ha pasado por la cabeza.
Ésta vez fue mi padre el que se hizo el interesante. Imitando a mi tío buscó en su pitillera uno de aquellos cigarrillos mentolados que compraba en la farmacia de la esquina, tomó una de las velas que mi madre había comprado para camuflar el humo de tabaco y lo encendió con ella.
–Todavía no estoy seguro –dijo con una sonrisa desquiciante. Consciente de nuestra impaciencia–. ¿Qué se supone que hace esa cabeza? ¿Para qué sirve?
–Pues no sé. Puede seguirte con la mirada, mantener una conversación, imitar estados de ánimo. Cosas así.
–Así que puede hablar.
–Sí.
–¿Posee conocimientos de historia?
La pregunta me desconcertó. No la había expresado al azar, y eso me inquietaba, pero más me inquietó lo acertado que había estado al formularla.
–En efecto. Aunque eso sólo lo saben unos pocos. David me reveló su intención de convertir a Phil en una enciclopedia parlante. Todavía estaba experimentando con esa idea cuando desapareció, por eso no lo anunció en los medios de comunicación.
»Creo que introdujo datos históricos desde la prehistoria hasta nuestros días y actualmente la estaba testeando con un sencillo programa de estructura binaria.
–Háblame en cristiano, por favor. Ya sabes que no entiendo de ordenadores.
–Para comprobar que se ha almacenado correctamente la información le hace una pregunta concreta cuya respuesta únicamente pueda ser una afirmación o una negación.
Mi padre que, para bien o para mal, no deja de sorprenderme se levantó del sillón y tomó un libro de la estantería. Era un libro viejo, de tapas duras. La cubierta era de color granate y estaba muy desgastada.
Volvió a sentarse con el libro entre las manos, muy serio, y lo abrió más o menos por la mitad, pasando las hojas muy lentamente mientras hablaba.
–Ya puedes decirle a tu amigo que has encontrado su cabeza.
–¿Dónde está? –preguntamos al unísono mi tío y yo.
–Más preciso sería preguntar cuando.
»Este libro me lo regaló tu madre el día en que la pedí en matrimonio. Ella no se lo esperaba, claro, y la situación fue muy cómica.
»Me estoy desviando del tema, lo siento –se disculpó, aunque todos sabíamos que lo hacía deliberadamente para mantener la tensión–. Me trae muy gratos recuerdos.
Se titula El Retorno de Los Brujos. Lo escribieron Louis Pauwels y Jaques Bergier, y está plagado de leyendas, rumores y sucesos extraordinarios.
»¡Ah! –exclamó– Aquí está. Lo citaré textualmente:
[...] el Papa Silvestre II, conocido también por el nombre de Gerbert d'Aurillac. Nacido en Auvernia, el año 920, y muerto en 1003. Gerbert fue monje benedictino, profesor de la Universidad de Reims, arzobispo de Rávena por la gracia del emperador Otón III. Se dice que estuvo en España y que un mis¬terioso viaje lo llevó a la India, de donde sacó diversos conocimientos que llenaron de estupefacción a los que le rodeaban. Así fue como poseyó en su palacio una cabeza de bronce que respondía «sí» o «no» a las pre¬guntas que le hacían sobre la política y la situación general de la cristiandad. Según Silvestre II (volu¬men CXXXIX de la Patrística latina de Migne), el pro¬cedimiento era muy sencillo y correspondía al cálculo con dos cifras. Se trataría de un autómata análogo a nuestras modernas máquinas binarias. La cabeza «má¬gica» fue destruida a la muerte del Papa, y los conoci¬mientos registrados por ésta, cuidadosamente disimu¬lados. Sin duda la biblioteca del Vaticano reservaría algunas sorpresas al investigador autorizado.
En el número de octubre de 1954 de Computers and Automation, revista de cibernética, podemos leer: «Hay que suponerle un hombre de saber extraordinario, de un ingenio y una habilidad mecánica sorprendentes. Esta cabeza parlante debió de ser modelada bajo cierta con¬junción de las estrellas que se sitúa exactamente en el momento en que todos los planetas van a comenzar su curso.» No era cuestión de pasado, de presente ni de futuro, pues este invento, aparentemente, superaba con mucho el alcance de su rival: el perverso espejo en la pared de la reina, precursor de nuestros cerebros mecánicos modernos. Se dijo, naturalmente, que Gilbert fue sólo capaz de producir esta máquina porque estaba en tratos con el diablo y le había jurado eterna fidelidad.
Mi padre cerró el libro, y nos devolvió la mirada. Su rostro era impenetrable. Tan sólo de un modo fugaz, revelaban sus facciones un gesto triunfante, muy bien disimulado.
Durante unos segundos no dijimos nada. No planteamos preguntas, no recriminamos lo evidente ni conjeturamos sobre la naturaleza de los acontecimientos. No estaba en nuestras manos determinar el origen de aquellas turbulencias que hicieron retroceder cinco kilómetros al avión de la America West. Tampoco podíamos enfrascarnos en una complicada conversación sobre la posibilidad física de que una cabeza de bronce pudiese viajar en el tiempo. Simplemente asimilamos un hecho asombroso como algo real, irrefutable, cuya prueba sostenía mi padre entre sus manos.
Acto seguido llamé a David.
A fin de cuentas me debía una cena.
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