El Forastero y Geometría Caníbal presentan:

Un maravilloso y extraordinario concurso de narrativa fantástica:

¿Dónde está la cabeza de Dick, Doctor Hanson?.

Inspirado en los sorprendentes y metamórficos sucesos reales ocurridos a dicho especialista y que han dado la vuelta al mundo recientemente -o por lo menos a la Internet.






¿Dónde está la cabeza de Dick, Doctor Hanson?

Glamour

Más cuentos. Una semana (o más) de haber recibido este cuento recién lo publicamos. Que increibles, divertidas y amargas historias nos está contando la cabeza de Dick.




Autor: Ojancano

Richard Gere no se sentía feliz en aquel momento. En realidad, casi nunca se sentía feliz, salvo en alguna noche de borrachera especialmente gloriosa que le permitiese pasar por alto su amargura, profundamente arraigada, y mecerse, aunque solo fuese durante algunas horas, en los dulces vapores del alcohol barato con el que fustigaba su hígado. Todo en su vida le parecía mediocre: su aspecto larguirucho y desgarbado, con unos brazos inusitadamente largos, de fláccido aspecto, que le conferían un aire entre simiesco y enfermizo. Su rostro granujiento y de pesados párpados que simplemente servía para subrayar sus carencias estéticas; y, en general, toda circunstancia que le rodeara quedaba investida del mismo prisma de vulgaridad, acerada, maciza e insufrible. Las mismas consideraciones eran plenamente efectivas para todas y cada una de las circunstancias vitales de Richard.
La sensación global que le producía esta impresión no era tanto de dolor o vergüenza como de hastío. Hastío puro, genuino y sin paliativos.

Esta opinión tan poco favorable tenía eco en prácticamente todos aquellos que trataban con él; aunque su máximo valedor era el mismo Richard. Este se despreciaba a sí mismo inconscientemente en mucha mayor medida de lo que cualquier otra persona pudiese llegar a hacer. Además, quizá de forma no totalmente involuntaria, había abrigado su mediocre persona con un entorno gris y desangelado, que no le permitiera olvidar, ni aunque fuese durante un momento, lo lamentable de su persona; también, era esta una eficaz táctica a la hora de transmitir al exterior la pobre opinión que se otorgaba a sí mismo, y así perpetuar y reforzar su fama de hombre realmente poco interesante.

Vivía en un sórdido apartamento, que no disponía de baño propio (este había de compartirse con una docena de convecinos con hábitos higiénicos discutibles), y con una pequeñez solo aderezada por un color de pared sin definir, que parecía concebido para abarcar, de la manera más eficiente posible, todo el espectro cromático existente entre el vómito fresco y el contenido añejo del cenicero de un fumador empedernido, y amenizado por el constante ruido exterior que dominaba aquella zona de la ciudad a cualquier hora del día o de la noche.

Para poner el colofón adecuado a este escenario tan cuidadamente dispuesto, esta fachada que era su tarjeta de presentación para el mundo; estaba el hecho de haber escogido desempeñar un trabajo anodino y rutinario; tan carente de atractivo como el resto de la personalidad de nuestro hombre: era maletero en el aeropuerto de Montgomery.

La historia de como Richard Gere había conseguido un puesto tan acorde con su perfil reviste tan poco interés como todo lo narrado de él hasta ahora: vio un anuncio de trabajo en un periódico local. Se trataba de uno de esos textos abigarrados y de aspecto hostil que se encuentran camuflados en una página absolutamente abarrotada de otros textos totalmente iguales; que parecen concebidos para ahuyentar al lector más que para atraerle. La cadena de pensamiento que el agrio párrafo en deshilachada tipografía negrita: "Aeropuerto Internacional de Montgomery. Se necesita mozo maletero para cubrir turno de noche. No se requiere formación específica." desencadenó en su mente, fue algo parecido a la siguiente: "Parece un trabajo sin problemas. No me complicará la vida. Además en el turno de noche casi nunca habrá nada que hacer...". Cuando se presentó al proceso de selección de personal, apenas tuvo la competencia de otro par de aspirantes. Richard consiguió el trabajo gracias al orden alfabético: los otros dos aspirantes se apellidaban respectivamente Weber y Sánchez; y la elección de maletero no requería de mayores refinamientos. Probablemente, si hubiese habido un mínimo nivel de exigencia, no habría conseguido el empleo.

Alabama no ha sido nunca lo que podríamos llamar el centro del mundo. Se trata de un lugar donde la vida transcurre lentamente, casi con desgana, y donde no suelen ocurrir demasiadas cosas fuera de lo común. El aeropuerto de la ciudad era fiel reflejo de esta gris cadencia, ofreciendo un día a día monótono; muy al gusto de los deseos de apología de la mediocridad de Richard.

Su vida, aunque hueca, podría haber podido resultar más que soportable para alguien con tan escasas aspiraciones vitales; pero el hecho de tener el nombre que tenía le mortificaba más allá de toda descripción.

Richard Gere; el nombre lo compartía con una celebridad cinematográfica que había brillado con esplendor medio siglo antes. Contrariamente a lo que había sucedido con otros astros del cine, que habían sido conducidos al olvido por las modernas técnicas de proyección holográfica y los actores virtuales generados sintéticamente, el recuerdo del difunto Mr. Gere persistía empecinadamente en las mentes del pueblo como paradigma del glamour del perfecto galán. Nunca faltaban los comentarios al respecto de la coincidencia cuando la gente conocía su nombre; tampoco faltaban las jocosas medias sonrisas ante el desafortunado resultado de la inevitable comparación. Era en estos momentos cuando el indolente maletero cobraba conciencia de su mezquindad.

Esta percepción le deslumbraba, ineludible e imparable, con bordes duros y cortantes. Le llenaba inmisericorde de una comprensión que no había pedido y que, por supuesto, aborrecía, que lastimaba sin miramientos el confortable nicho que su personalidad apocada se había afanado en construir durante toda su vida. Era un conocimiento que no le impelía a hacer cambios; -ni tan siquiera la obvia posibilidad de cambiarse el nombre se le había pasado por la cabeza- sino que simplemente le producía infelicidad.

Esta infelicidad sorda y callada agriaba aun más su carácter, provocando un círculo vicioso en el que se ensanchaban las fronteras de su nulo atractivo, haciendo que el ocurrente portador del infausto comentario lo encontrase más gracioso y chocante aún.
El curso de las cosas no tenía por que cambiar. Nadie, y Richard Gere menos aún, podría tener interés alguno en alterar un curso vital que estaba tan firmemente trazado; y probablemente, no lo hubiera hecho; y hubiera muerto siendo un anciano cargador de maletas jubilado, llorado por nadie y olvidado por todos, de no haber hecho aquel extraño hallazgo.

En aquella época, varios de los empleados del Aeropuerto Internacional de Montgomery disfrutaban de un período de vacaciones con las bendiciones de la empresa, pues en aquellos días, el tráfico aéreo no era demasiado abundante (eso cambiaría en poco tiempo, con las vacaciones de Navidad) y podían echar mano del personal que permanecía en sus puestos para suplir la ausencia de los demás. El contratar temporalmente trabajadores suplentes no era una práctica que estuviese muy bien vista por los gestores del aeropuerto.

Esta era la causa por la que el señor Gere, obrero especializado en la carga/reubicación de equipajes, se encontrase en la zona de pasajeros de aquel avión con una bayeta húmeda en una mano y, en la otra, con un pulverizador lleno de un líquido de color azul luminoso, con un insano aspecto radiactivo y un olor que parecía asegurar, sin lugar a dudas, que era capaz de eliminar cualquier mancha o elemento medianamente biológico sobre la que lo empleasen.

Richard rumiaba sus grises y amorfos pensamientos mientras frotaba diligentemente el trapo sobre las superficies de piel artificial de los gastados asientos del área de la clase turista, que se hallaban adornados por un variopinto surtido de restos (al parecer alimentarios) que daban fe de un rango de usuarios indudablemente multicultural pero curiosamente aficionado a la comida con colores exóticos.

El aburrimiento no era una posibilidad tratándose de Richard Gere. Simplemente se dejaba llevar por sus confusas divagaciones de una forma tal, que perdía incluso la noción del tiempo. Mientras que la mayoría de sus compañeros se hubieran evadido del olor a humanidad encerrada que reinaba en el interior del aparato viajando con la mente a sitios tan lejanos de su experiencia como el Condado de Orange (destino de aquel aparato en concreto), en la legendaria California, donde se encontraban los estudios que creaban las proyecciones holográficas y la mayoría de las compañías dedicadas a la robótica. Sin embargo, Gere se dejaba caer en una especie de estupefacción neblinosa que no le permitía ni la más leve de las ensoñaciones.
Mientras se ocupaba de la más lujosa primera clase, encontró una bolsa de deporte olvidada en el compartimiento superior. Este tipo de situaciones solía ser bastante habitual, y tanto él como varios de sus compañeros solían obtener un sobresueldo de objetos valiosos que jamás volvían a sus dueños legítimos. Entre los empleados del aeropuerto existía un dicho: “si se devuelve es que es una mierda”. Obviamente, no era ninguna perla literaria (tampoco las luces del pensamiento eran allí lo más abundante), pero expresaba exactamente a lo que se refería.

Con la curiosidad ahora levemente en guardia, Richard sacó con cuidado la mochila del estante, comprobando con placer que tenía un peso considerable. Tal vez se tratase de uno de esos nuevos proyectores holográficos domésticos. Si así era, desde luego que el marrón de tener que hacer de mujer de la limpieza le iba a salir rentable.
Comprobando antes que seguía solo allí, escondió el bolso en el carro donde transportaba los elementos de limpieza. No quería arriesgarse a que algún supervisor le viese con aquello, por lo que decidió que examinaría su botín por la noche, al llegar a casa.

Durante el resto de la jornada, Richard apenas sí dedicó algún pensamiento leve a su hallazgo, así que tampoco sintió la mordedura de la curiosidad o de la impaciencia.
Ya de noche, en el anodino tugurio que llamaba hogar, se dispuso a ver que era exactamente lo que había encontrado.

Tras ponerse el raído pijama que solía utilizar y cambiar las deportivas por unas deformadas zapatillas de felpa de color incierto y aspecto cómodo, despejó parcialmente la atestada mesa de té que adornaba el salón, y situó la bolsa sobre ella.

El primer pensamiento que acudió a su mente tras abrir la cremallera y ver que fuese lo que fuese que había dentro estaba cubierto de pelo blanco, fue el de que aquello no era ningún proyector holográfico, y que tal vez, no podría sacar ni un solo centavo de todo aquello.

Sin embargo, cuando por fin pudo ver de que se trataba exactamente, no pudo reprimir un gemido ahogado de puro asombro: se trataba de una cabeza humana. Una cabeza de un hombre maduro, tal vez de unos sesenta años, con barba y cabellos blancos y una plácida expresión en el rostro; parecía como si estuviese dormido.

El aspecto de todo: la bolsa y la cabeza, era demasiado pulcro como para que se le pasase por la imaginación la idea de que pudiera hallarse en presencia de un cadáver, pero no sabía que pensar hasta que vio los finos cables de multicolor fibra óptica que sobresalían de la parte inferior del cuello. En ese momento, su memoria se iluminó. Recordó algo que había oído sobre un tipo que se estaba haciendo rico con las cabezas robot que había inventado. Primeramente había fabricado la cabeza de aquel tipo que inventó la bomba atómica. No podía acordarse del nombre; era alemán, ruso, o algo así; aunque si recordaba perfectamente la estrafalaria melena blanca despeinada que lucía. Por lo visto, aquella cabeza era tan lista como el tipo original y se podía mantener cualquier clase de conversación con aquella máquina de la misma manera de que si fuese una persona viva.

¡Hanson! Así se llamaba aquel tipo; el creador de las cabezas: Doctor Hanson. ¡Pues sí que era una buena casualidad que hubiese caído en sus manos uno de aquellos juguetitos que tanta fama tenían! Además, aquella debía de ser algo nuevo; Richard se acordaba de la alborotada melena de aquella otra cabeza mecánica, era como un puñado de alambres enhiestos. Sin embargo, esta presentaba un corte de pelo más dentro de lo que podríamos considerar normal.

La expresión de aquel rostro, que mostraba la placidez de quien se halla en el regazo de un profundo sueño, resultaba indistinguible de una auténtica cara humana. Todo: poros, vello, arrugas, marcas de expresión, estaba perfectamente recreado. La sensación de que se trataba de un ser humano solo se desvanecía por el hecho de que aquella cabeza, en vez de estar unida a un cuerpo, lo estaba a un puñado de cables.
Tras varios minutos de examinar de cerca aquel objeto singular, el maletero dio en preguntarse si aquello funcionaría de la misma manera en que había visto que la otra, la del peinado alborotado, lo hacía aquella vez en la holovisión, o simplemente se trataba de un busto, sin otro objetivo que su asombrosa apariencia de vida.
Examinando el cableado que surgía del cuello de la cosa, encontró una diminuta lámina de color gris acero que contenía una media decena de microinterruptores de plástico negro. No pudiendo encontrar ningún otro elemento que pudiera manipular, decidió probar suerte con estos controles.

No hubo de esperar demasiado; al cambiar de posición el primero por la derecha, un apagado zumbido surgió de algún punto dentro de la cabeza, intensificándose paulatinamente a medida que las plácidas facciones dormidas se tensaban casi imperceptiblemente. Gere se retiró un par de pasos, sin apartar la vista de aquella cara que parecía presta a despertar.

Tras unos momentos, los párpados bajo las cejas grises se elevaron, revelando unos oscuros ojos cuya expresión penetrante y llena de inteligencia apenas se veía ligeramente empañada por una momentánea desorientación. Richard retuvo la respiración sin darse cuenta.

Después de unos instantes, en los que pareció escrutar el lugar donde se hallaba, los vivaces ojos de la máquina se posaron sobre la anodina figura de quien le había despertado de su sueño plagado de ovejas eléctricas.

Durante un tenso lapso de incómodo escrutinio, el joven no supo realmente que esperar, de hecho no supo por que demonios había tenido que traer aquel cacharro a su casa en vez de venderlo en alguna de las muchas casas de empeño que conocía, donde nunca hacían demasiadas preguntas y siempre se pagaba en efectivo; y por qué demonios había tenido que ponerlo en marcha. Si aquella maldita cosa se ponía a chillar, o explotaba prendiéndole fuego a la casa…

Sin embargo, no sucedió nada tan espectacular como eso. Simplemente, como si se tratase de una visita social, la cabeza saludó con una voz profunda y cálida, que para nada parecía surgir de un aparato electrónico.
-Hola.- si hubiese habido un cuerpo de por medio, Richard estaba convencido de que le habría ofrecido una cortés reverencia.
-H…Hola. –Contestó a su vez un cada vez más inseguro maletero. Si algo era seguro, es que no se sentía preparado para aquello.
La testa cibernética giró sus ojos a uno y otro lado, haciendo un pormenorizado escrutinio de la habitación donde se encontraba.
-Mi nombre es Philip. Philip Dick. – Cómo si no fuese evidente, se apresuró a añadir: -Aunque no soy yo en realidad, sino simplemente una simulación del Philip real.
-Ya… mi nombre es Richard. Richard Gere. –Su tono titubeante y la expresión huidiza, propia de alguien que esta pisando una capa de hielo extremadamente fina y sabe que va a caer al agua en cualquier momento, contrastaba notablemente con el aparente aplomo y dominio de la situación de la cabeza computerizada.
Los ojos del escritor sintético quedaron fijos en un punto indefinido durante unos momentos, dotándole de un aire de profunda concentración.
¡Ah, cómo el famoso actor del siglo XX!. – Enunció, al parecer satisfecho de su sagacidad.- ¿He de entender entonces que tú también eres una réplica?
El atribulado maletero, al inferir, plasmadas en el reverso de unas palabras tan concisas y desprovistas de doble sentido, las burlas y comentarios capciosos que llevaba soportando casi toda su vida, no pudo evitar un acceso de furia y una infrecuente punzada de orgullo.
-¡Es solo una coincidencia en el nombre! –Rebatió con una energía exagerada.- ¡no tenemos nada que ver!
La máquina insistió, con infantil empecinamiento:
-Si la clave de identificación es igual, hemos de hallarnos ante dos versiones del mismo ente.
-¿No te das cuenta de que simplemente llevamos el mismo nombre y nada más?
-Eso es incongruente. Supongo que ha de haber más convergencias. –rebatió impertérrita.
-¡No. No hay incongruencias!. Las diferencias son evidentes.
Las cejas de Dick se enarcaron en muda pregunta, y Gere se aprestó a ofrecer una explicación que acallara de una vez las impertinencias de aquel decapitado robótico.
-Tu eres una máquina. Tal vez, para ti, las cosas sean como dices. Sin embargo, para los humanos, hay que profundizar más. Un nombre no tiene importancia. –según hablaba, Richard se sentía cada vez más a gusto en su parlamento, y una voz en su interior le preguntó por qué no había respondido, como lo estaba haciendo, a todos aquellos a quienes tanta gracia parecía hacerles su nombre.- Hay actos, gustos, personalidad, ideas. Por ejemplo: Richard Gere era un actor, pero también soy yo. Aquel fue famoso, millonario y adorado por las mujeres, famoso por su estilo y belleza personales….
Paulatinamente, un pesado silencio se fue cerniendo sobre la habitación. La máquina, que había guardado un respetuoso silencio durante toda la exposición, pareció un tanto perpleja ante aquella extraña pausa. Por fin, se aventuró a preguntar a aquel desmañado joven, cuya mirada perdida daba la impresión de que se hallaba en un repentino estupor.
-¿Cuál es la diferencia?. –La cortés cadencia de la bonita voz electrónica denotaba un genuino interés.

Poco a poco, la desvaída mirada del muchacho comenzó a recuperar los tintes de la conciencia de nuevo, centrándose en los brillantes ojos artificiales de su interlocutor.

Aeropuerto de Montgomery. Al día siguiente

-¡Estoy hasta los huevos! ¿Lo puedes creer? ¡Sin comerlo ni beberlo, me encuentro con que tengo que doblar turno esta noche! ¡Es increíble!
-¡Ah! ¿No te has enterado?
-¿De qué me tengo que enterar? ¿De que soy el mayor pringado de Alabama?
-¡No, joder! El tío que viene por las noches, al que tienes que cubrir, ese que se llama como un actor antiguo…
-¡Sí, sí, ya sé quien dices! ¿Qué pasa? Se ha cogido una cogorza y tiene que dormir la mona, ¿o qué?
-¡Que va! Por lo visto, anoche, rompió una botella de vodka y se ha rebanado el pescuezo.
-¡Vaya, un tipo con iniciativa!


FIN