El Forastero y Geometría Caníbal presentan:

Un maravilloso y extraordinario concurso de narrativa fantástica:

¿Dónde está la cabeza de Dick, Doctor Hanson?.

Inspirado en los sorprendentes y metamórficos sucesos reales ocurridos a dicho especialista y que han dado la vuelta al mundo recientemente -o por lo menos a la Internet.






¿Dónde está la cabeza de Dick, Doctor Hanson?

¿Dónde está la cabeza de Dick, Dr. hanson?

Nuevo cuento para el concurso, esta vez desde Barcelona, España. Parece que va aumentando la participación, lo que siempre es una buena noticia, aunque dificultará la elección, que en el fondo es otra buena noticia.

Autor: Cangrejo Gigante.

El pequeño comedor resultaba hasta romántico, a la luz de las velas y inmerso en los graves embriagadores de Barry White. La deliciosa pasta hecha en casa y el refrescante (y camufladamente fuerte) vino eran la artillería pesada de la noche y las tropas de César avanzaban inexorablemente hacia el objetivo final de la campaña iniciada hacía ya algún tiempo. Ana era, probablemente, la mujer más atractiva que le había dirigido la palabra y sin lugar a dudas la más atractiva que había entrado en su piso (al menos desde que él lo habitaba)
El plan original incluía cena, comedia romántica (con las palomitas correspondientes) y caballeroso transporte hasta casa de la dama...
-¿Qué película has alquilado para esta noche, César?
-Dos días para Margaret. ¿Me dijiste que no la habías visto, no?
-Bueno, hay muchas cosas que no he visto... por ejemplo, no me has ensañado tu casa... seguro que tiene más habitaciones a parte de comedor y lavabo, no he visto tu estudio... ni el dormitorio...
¡Sí señor! ¡La larga campaña de conquista llegaba a su fin! ¡Por fin, la rendición!
La sonrisa de bobo en la cara de César fue la confirmación de que lo había entendido.
-V-voy a buscar una botella de champán que tengo en la nevera. ¡Ahora vuelvo!
-La tenías guardada para la ocasión, ¿eh?
-¡Sí! Digo, ¡No! ¡No, no! La tenía porque... ehm...
Ana se rió.
Al volver al comedor con las dos copas y la botella, encontró a una Ana menos alegre. Se había levantado y miraba, preocupada, hacia la estantería.
-¿E-ese busto me sigue con la vista?... ¿Es posible, César?
¡Oh, no! Lo había visto. Había hecho que ella se sentase de espaldas a la estantería precisamente para evitarlo. Estaba llena de libros, como era de esperar, pero, además, estaba infestada de toda clase de muñecos, miniaturas y reproducciones de robots. En general no eran ningún problema, solo una rareza en un hombre de su edad, pero una de las piezas de su colección era... diferente...
César dejó la botella en la mesa y corrió a tranquilizar a Ana.
-¡Oh, no te preocupes! Es parte de mi colección de robots... La versión robótica de la cabeza de un escritor de ciencia ficción muy conocido.
-¿Es un robot de verdad? Me da muy mal rollo...
-Sí, es un robot sencillo, sigue el movimiento con la mirada, imita expresiones faciales, habla un poco...
-¿Esa cosa habla? ¡Qué desagradable!
-No te preocupes, es completamente inofensivo. Y también muy tonto. ¡Dickhead, dile algo a la señorita! Verás como no...-En ese instante llamaron a la puerta y César tuvo que ir a abrir. Era Don Gregorio, el viejo insoportable que vivía en el piso de arriba.
-¿Qué es esto, eh? ¡Un escándalo, eso es lo que es! ¡¿Cómo quiere que la gente descanse si arma estos follones?!
-¿Qué? Pero de qué...
-¡Esa música odiosa! ¡Los bajos se oyen por todo el edificio! ¡Me he tumbado en la cama y he salido disparado de tanto que vibraba el suelo! ¡Venga a mi piso, ya lo verá!
-Oiga, yo no...-Dijo mientras lo arrastraba hacia fuera- ¡Ya lo apago, ya lo apago!
Pese al compromiso de parar la música, lo tuvo en el pasillo más de diez minutos con sus quejas, que, por volumen, podían haber despertado a los vecinos tanto como su Barry White.
-Era ese viejo insoportable, Ana.-dijo al volver a entrar- Voy a tener que apagar la música pero... ¿Ana?
Allí no había nadie.
-¡Dickhead! ¡¿Qué ha pasado con Ana?!
-Nada, César. Hemos hablado un rato y después ha decidido marcharse mientras tú estabas en el pasillo parlamentando con el señor Gregorio.
-¡Mierda! ¡Lo has vuelto a hacer! ¡Has asustado a otra! ¡Es la quinta vez que me lo haces desde que te compré! ¿Pero qué es lo que te pasa? ¡Qué es lo que les cuentas para que no quieran volver a saber de mí?

Cuando el Doctor Escobar, Psiquiatra, recibió la llamada de un hombre que quería que psicoanalizase a una cabeza de robot que asustaba a todas sus novias, aceptó, aunque, claro, no se esperaba tratar realmente a la cabeza mecánica sino a la persona que estaba convencida de poseerla. Pero ya llevaba una hora y media hablando con la que, según decía, era la reproducción robótica de la cabeza del escritor Phillip K Dick.
Pese a que nunca había tenido que hacer ningún tratamiento parecido, estaba bastante seguro de qué podía ser la causa de la actitud de la cabeza.
-Señor, su robot se comporta de este modo debido a la frustración que le produce no tener cuerpo.
La solución resultó ser más fácil de lo que parecía. César era escultor y, entre los diversos materiales que usaba para sus obras, había numerosos juguetes anticuados o rotos. Una muñeca que gateaba a la que le faltaba la cabeza fue lo mejor que tenía en su estudio en esos momentos. La cabeza la rodeó con los tentaculares cables que le salían del cuello (entre los cuales había USBs, cables de teléfono, enchufes y, según le contó la cabeza, diversos cables experimentales de interés científico o militar) hasta que tomó control del juguete: Ahora podía gatear tanto en línea recta como girar, gateando solo por un lado. Era muy poco, en realidad, y debía conectarse a la corriente con frecuencia para que el cuerpo no se le quedase sin pilas, pero fue una gran mejora en comparación con ser un adorno en una estantería.
Durante unos días el pequeño bebé mecánico y barbudo curioseó por el piso en el que había pasado meses pero del que no conocía más que el comedor. Descubrió el baño, muy grande en proporción a la casa, el estudio de César, lleno de metales torcidos, sopletes, trozos de juguetes y maniquíes... La cocina le interesó muy poco, pues pese a que en los lejanos y nebulosos tiempos en que tenía cuerpo, podía comer, hacerlo no le servía para nada. El baño, en realidad, solo le atrajo por el espejo, igual que el dormitorio de César, en el que miraba su nuevo cuerpo continuamente. Del estudio, lo que más le gustó fue el ordenador, al que se conectaba con algunos de sus cables. César, que además de escultor profesional era profesor, estaba fuera de casa prácticamente todo el día, y siempre que volvía lo encontraba en internet ante el ordenador.
-Ya que soy un robot -decía la cabeza- voy a aprender algo de robótica.
César incluso siguió sus instrucciones para fabricar un rudimentario brazo robótico, hecho con diversas piezas destinadas previamente a acabar en alguna escultura. Ahora el bebé tenía una pinza articulada en un brazo primitivo que le salía de debajo del cuello.
En realidad, si le ayudó fue por consejo del doctor Escobar, que había empezado a interesarse por la ciencia ficción desde la primera entrevista con la cabeza robótica (un tratamiento del que no había hablado a nadie por miedo a que sus colegas decidieran que el tratamiento que hacía falta iniciar fuese el suyo) y que creía que tener brazos podía ser muy bueno para el robot.
Un día, al volver de dar clase a un grupo de adolescentes completamente insoportable, César encontró diversos paquetes de mensajería a su nombre justo delante de la puerta. Dentro había un viejo ordenador IBM y cables y componentes informáticos variados, además de una batería de litio.
-¡Dickhead! ¡¿Qué significa esto?!
La cabeza estaba conectada al ordenador, navegando.
-Han llegado mis paquetes.
-¿Tus paquetes? ¿Y por qué en la caja sale mi nombre?
-Lo siento, César, en E-Bay piden una tarjeta de crédito y yo no tengo.
-¡¿Te has atrevido a gastarte mi dinero para comprar toda esta basura?!
-No, no... Antes de comprar nada... bueno... hice diversos ingresos en tu cuenta corriente.
-¡¿Cómo?!
-Estudiando tus esculturas, he hecho algunas imitaciones de tu estilo y las he vendido por internet. No fue hasta después de recibir el dinero que compré los componentes necesarios para mejorar este cuerpo rudimentario.
-¿Has falsificado esculturas haciéndolas pasar por mías? ¡Unas esculturas de mala calidad pueden arruinar mi carrera de artista! Nunca podré pasar de ser un “escultor anónimo pero eficiente”-dijo recordando cómo había vaticinado su porvenir un viejo y odioso profesor de arte- ¡Enséñamelas!
-De las que ya han comprado solo tengo fotos... Pero tengo una guardada que aún no he vendido.
Se la mostró. Estaba realmente sorprendido: Había conseguido imitar su estilo bastante bien... Si todas las esculturas que había hecho eran como esa, no debía preocuparse por que su carrera acabase hundida en la miseria, aunque tampoco sirviesen para lanzarlo al estrellato.
-Esta no la vendí porque, sólo con las otras, hasta me ha sobrado dinero después de comprar los componentes ...
César quedó en silencio durante unos instantes
-¿Quieres decir que he ganado dinero con tus esculturas?

El ordenador y los demás componentes le sirvieron para añadir una gran cantidad de capacidad de computación a su nuevo cuerpo (necesaria para posteriores mejoras) y la batería para evitar tener que conectarse a la corriente cada veinte minutos y César le dio permiso para seguir esculpiendo en su nombre siempre que el cincuenta por ciento de las ganancias fuesen para él.
En poco tiempo, la cabeza robot se fabricó unos brazos mucho más complejos y las piernas de un maniquí articulado rellenas de chips y motores varios mejoraron su movilidad y lo hicieron llegar al metro de estatura, dándole un nuevo ángulo, mucho más práctico.

-César- le dijo una noche- comprobarás que he optimizado el lavavajillas cuando recibas las facturas: he ideado un sistema para adecuar el consumo de agua a la carga.
-¿El lavavajillas?¿Qué sabes tú de arreglar lavavajillas?
-Recuerdo al detalle cualquier texto que haya leído, así que aprendo a gran velocidad, y Internet está llena de guías para aprender a hacer las cosas más variadas; es más, he diseñado una forma muy económica de convertir la bañera en un jacuzzi.
-¿Un jacuzzi, Dickhead? -César se peinó una ceja, pensativo- Cuando compruebe que el lavaplatos funciona como es debido, ya hablaremos sobre eso...

Funcionó, y pronto César tenía en casa a un enano jorobado y robótico que cada día le informaba de un nuevo proyecto que empezaba o una mejora que ya estaba lista para usarse. El doctor Escobar, que había empezado a coquetear con la idea de hacer público el caso y pasar a la historia como el primer robopsicólogo del mundo, decía que desde que tenía cuerpo, la actitud de la cabeza de Dick había mejorado muchísimo, sintiéndose ya un individuo (Se había bautizado a sí mismo como Richard K Philips, un juego de palabras que entusiasmaba al doctor ya que, según él, indicaba su voluntad de ser individuo sin olvidarse de sus orígenes) y que la posibilidad de esculpir y hacer trabajos en casa le servían para sentirse realizado.
Por César, genial, no solo iba engordando sin esfuerzo su cuenta bancaria sino que además su casa se volvía gradualmente en un piso lleno de lujos variados que, además, eran gratuitos (porque todo lo necesario para los arreglos salía de la parte de beneficios que el robot conseguía por cada escultura).
El que el doctor notaba que no había mejorado era el humano... seguía teniendo una actitud muy hostil hacia Richard, que quizás se debía a una sensación de disgusto ante una cabeza decapitada con unas facciones tan parecidas a las propias.
Pero prefería tratar al robot que al humano, al fin y al cabo ya había “homopsicologos” a patadas.

-¡Dickhead! ¿Dónde estás?
-Estoy instalando un dispensador de sales de baño en la bañera, César.
-Vale, vale, tú a lo tuyo.
Encendió el ordenador. Hoy también había escrito. Hacía unos días, César había descubierto que su robot estaba a punto de acabar una novela de ciencia ficción: “¿Dónde está la cabeza de Dick, doctor Hanson? Por Richard K. Philips”.
Trataba de un investigador privado que viajaba a través del tiempo buscando la cabeza robótica de una influyente personalidad falsa básica para el equilibrio político en su época y de cómo este detective se enamoraba de una mujer prehistórica. La verdad es que era una historia algo paranoica pero... bueno, eso no le impedía estar decidido a publicarla bajo su nombre cuando el robot la hubiese acabado... Es decir, si el robot era suyo, cualquier cosa que éste hiciera era también suya... al fin y al cabo, la tostadora no podía tener ninguna propiedad, ni siquiera sobre las tostadas que hacía. ¿Por qué con un robot iba a ser distinto?
Al salir del estudio se sentó en el sofá (que ahora daba masajes) y poco después el robot salió del lavabo.
-El dispensador ya está listo. Para usarlo, hay que meterse en la bañera y, cuando uno quiera, pulsar el botón rojo que hay a la derecha. Todo es automático.
La novela le había parecido acabada. Le daría un par de días al robot para las correcciones y después se la llevaría al amigo de un amigo, que era editor, y que ya estaba avisado.
-¿Sabes qué, Dickhead? Lo probaré ahora mismo. Tú arregla la mierda de contestador que construiste el otro día, que no ha pasado ni media semana y ya está estropeado.
-Sí, ahora mismo. Espero que el dispensador de sales funcione como debe.

En la carpeta había más o menos un centenar de páginas, encabezadas por el título “¿Dónde está la cabeza de Dick, doctor Hanson?” y el autor, “César Arenas Fuente”.
Diego Meandros, editor de la casa Dédalo, reconocida por su buena ciencia ficción y su fantasía de calidad, había quedado sorprendido por el texto no porque fuese una obra maestra sino porque, si lo que decía el autor, que estaba sentado delante de él, era verdad, se trataba de una novela sorprendentemente buena para ser su primera obra (aunque el parecido con la prosa de Philip K Dick delataba que aún no había desarrollado del todo un estilo propio.)
-Con unas pocas correcciones, estamos dispuestos a publicar su novela... Aunque, como le he dicho, si se toma en serio lo de escribir, deberá buscarse un agente y...
-Sí, no se preocupe por eso, seguiré todos sus consejos.
-Bien, entonces.-el editor se levantó y le ofreció la mano- le llamaremos para hacer los tratos formalmente. Salude a Carlos –Que era el amigo en común entre los dos – y déle recuerdos de mi parte.

Al volver a casa se quitó el viejo jersey de cuello alto y se dirigió hacia el estudio, a acabar su nueva escultura. El armazón de hierros retorcidos rodeaba una calavera humana, adecuadamente blanqueada, de la cual colgaban, desde las cuencas de los ojos y por la boca, múltiples cables de electrodomésticos variados.
En la base, empezó a grabar el título de su obra en la placa afilada de metal reutilizado... antes había sido la guillotina de lo que llamó “dispensador de sales de baño”.
La cabeza de Dick sonrió, pasándose la mano de su nuevo cuerpo orgánico por la cara, recientemente rasurada.